miércoles, 20 de febrero de 2008

Otra simple historia....


“…Como extraño aquel día que miraba la iglesia del pueblo, a la hora de la misa de seis, en donde todos los feligreses entraban con sus mejores galas. Unas señoras con trajes recién comprados en la capital - seguramente en una oferta de estación pasada - Y otras con ropa muy acorde a la ocasión, casi de moda y un tanto usada, por gente que luego la donó a los pueblos más necesitados - como éste, pueblo miserable, con las personas más miserables, con la mentalidad más absurda y descerebrada del mundo.
Alicia llevaba un traje amarillo horroroso, pero su pelo era de envidiar, claro, era la hija de la dueña de una peluquería, la única del pueblo. Sara, su madre, hacía unos moños hermosos, lo malo era que cuando alguien se casaba todas nosotras parecíamos muñecas fabricadas en serie con el mismo peinado: Un moño años sesentas, alto redondo y bien grueso, más un rulito cerca de la oreja, mucha laca y escarchita – espeluznante -. Íbamos por cita a la peluquería y Sara junto a Alicia nos arreglaban. Luego nos íbamos a casa de Cecilia Villalobos, que seguramente nos había terminado el traje de dama de honor. Pero si no lo eras y eras solo una invitada, podrían darte las siete en su taller: tú desesperada con el moño casi caído y ella dándote las últimas puntadas o pegándote el cierre y las campanadas de la iglesia sonando pues la novia estaba llegando. Una verdadera catástrofe.
Esas campanadas retumbaban el pueblo. Era un sonar estruendoso que avisaba al menos, que algo estaba vivo en ese árido lugar. Y aún así, las campanas a pesar de ser tan viejas, llamaban a todos a un lugar común, punto de reunión, de convergencia, de fe, miradas, chismes, elegancia, rezos, cantos, bostezos, besos, abrazos, envidias, etc.
Beatriz envidiaba el cabello de Alicia, pero Alicia le envidiaba el novio. Carlota, la madre de Beatriz, compartía miradas con el papá de Alicia, esposo de Sara y Sara no hallaba que hacer con el ardor en su pecho cada vez que veía a Juan, primo hermano del novio de Alicia. Juan no era tan joven, pero si menor que Sara. Él había sido amante de una viuda que vivió en el pueblo, que según dijo Cecilia Villalobos - la costurera - le parió un hijo a quien le puso Santiago. Se volvieron amantes luego que, sin querer, Juan fue a llevarle un mandado a su casa una noche en la que hacía una fiesta algo extraña. Dice Cecilia, que lo confundieron con un chico que se desnuda en despedidas de solteras, y no pudo zafarse de las manos de la viuda.
Aquel día de la misa, yo estaba aún en la plaza. No quería entrar, deseaba pararme por última vez en este punto, que según el mito, era el mero centro del pueblo y que precisamente a las 12 pm el sol, que daba directo al suelo, podía incendiar a quien se parara allí más de una hora. Quería ver a todo el mundo entrar primero que yo. Sentir la soledad maravillosa de la plaza, sin niños ruidosos, las casas rodeándola sin ojos en las ventanas. Sólo los pájaros o algunos perros solitarios, solo eso, la soledad con el vientecito húmedo en donde las hojas pesan tanto como el odio y las piedras de los ríos.
Al fin los feligreses entraron a la iglesia y las campanas cesaron. Mi tía Carlota fue la última en entrar. Aún me veía con sorpresa y cierto temor pensando que sería la última vez que me vería. Por fin su andar se hundió en medio de la oscuridad del templo que parecía un agujero negro directo a una dimensión paralela espiritual, en donde al entrar todo se transformaba en sagrado, silencioso, tortuoso e hipócritamente verdadero.
Pensé que estaba sola en el pueblo- al menos era la única humana- y un aire cálido me resopló al oído. Otra vez los fantasmas del pueblo que les encantan danzar con el aire. Esta vez no me van a asustar, dije en voz alta. Pero el aire fue entrando casi al tímpano y en seguida volteé.
- ¡Ángel!
- ¡Adriana!
- ¿Qué haces aquí?
- ¿Y tú, no deberías estar dentro del agujero negro, donde habla y habla el señor de la falda larga…que dice que es vocero de Dios?
- Tu sí que deberías estar allá dentro, y comenzar a arrepentirte del centenar de pecados que llevas a cuestas.
No hubo más palabras. Nuestras miradas intercambiaban el resto de las cosas que queríamos decirnos. La llamada “telepatía”, si existía realmente, era un fenómeno escueto, a comparación con la avanzada comunicación que existía entre nosotros. El lenguaje de señas era de la edad de piedra.
Ángel comenzó a llorar y en cada lágrima había un recuerdo, una vivencia. No había llanto, sólo un silencio con cara lánguida de lágrimas y mirada. Yo no lloré, mi corazón se agitaba de ver con impresión a mi mejor amigo llorar por primera vez. Este era el momento del abrazo de despedida, pero ninguno daba el primer paso. Ángel bajo la cabeza y miró hacia la iglesia y dijo:
- Este pueblo era menos desgraciado por que había gente como tú, que no solo lo iluminaba, sino que lo volvía todo más digerible. Ahora que te vas… será una desgracia completa.
- Lo importante es que no te dejes hundir en su desgracia. Te voy a extrañar…Vas a ser lo único realmente que voy a extrañar.
Al fin vino el abrazo. Un abrazo prolongado de casi 5 minutos y sin nadie viéndonos… para no darles el chance de transformar con habladurías, este sincero abrazo de amistad de años y años desde nuestra catastrófica infancia, en quien sabe qué historia absurda, oscura y marchita que no tenía nada que ver con nosotros.
Nosotros éramos todo y nada a la vez. Hoy en día no he podido encontrar un amigo igual. En la ciudad todos quieren acostarse contigo o simplemente no te miran. Ángel tenía sólo el nombre. Jamás lo bautizaron - al menos nadie se acordaba de que hubiera pasado, antes de que el padre Vivas llegara de España a la iglesia Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Nadie hubiera inventado un nombre tan acorde para nuestra iglesia -. El vivía con su abuela, que casi no recordaba nada y vivía en un mundo que ambos hubiéramos dado la vida por al menos visitarlo un día.
Ángel trabajó desde pequeño, vendiendo las muñecas que Ofelia, su abuela confeccionaba. Se iba a un pueblo cercano, en donde la civilización se olía más de cerca, a vender todos los sábados. Esos días armaban una feria, en donde los turistas iban a montar caballos, ver los paisajes y comprar cosas típicas de ese estado y que por suerte venían de todas partes del país y del mundo barriendo con todo sin dejar nada de mercancía. Al pasar de los años, cuando ya la abuelita Ofelia no podía más con sus manos, era Ángel quien hacía las muñecas y que luego nos íbamos los sábados a venderlas al otro pueblo a pie o en cola. Eran unos paseos muy divertidos. El resto de la semana, la abuela vendía jugos cerca de la carretera entrando al pueblo y los domingos era fijo que al salir de la iglesia, los jugos de Doña Ofelia le calmaran la culpa y la sed a todos los feligreses.
Luego de la muerte de mi madre, me quedé sola en casa de mi tía y su media hermana Coral. Llegué al pueblo de 9 años con menos expectativas que en mi regreso a la ciudad luego de 11 años. Aquel domingo que llegue al pueblo, fui a la iglesia más por voluntad de mis tías que me decían por alguna razón inexplicable:
- Debes ir a la iglesia para sacar los pecados que has heredado de la sangre de tu madre, mi cuñada Isabel, que Dios la tenga en su gloria y que no descansó de tan mala vida que llevó.
Soberanas ridiculeces. Mi mamá aunque hubiera sido prostituta sería mejor persona que ellas y la gente de ese pueblo, que aún así extraño. Ese día que me despedía de Ángel, y que llegué a la ciudad… pensaba que mi único pecado había sido no haberle dicho a Ángel que lo amaba. Que mis sueños le pertenecían a él, mis primeras mariposas en el estomago, que hizo que humedecieran mis manos y algo en mi cuerpo que luego descubrí era excitación pura e intensa. Cuando él cumplió catorce años, ya parecía un hombre y yo también una mujer, pues aun los senos no me salían por completo. Nunca me dejé crecer el cabello, aunque él insistía que me vería más bonita. Nos bañábamos en el río, los sábados luego de vender las muñecas, pero duramos una temporada sin ir juntos, pues mi Tía Coral murió y me encerraré por el luto. Cuando volví a salir y acompañarlo al río el día de su cumpleaños, vi que mi amigo era un hombre lleno de músculos y salí corriendo y me fui a mi casa. Poco a poco me fui acostumbrando a su presencia cautivadora y varonil.
El día que me abrazó y que lloró delante de mí, mi cuerpo se iba a hundir en el suyo. Me sentí vil. Al menos le hubiera dicho algo de lo que sentía, lo maravilloso que era, pero mi naturaleza perturbada no daba para tanto. Odiaba a mis tías, extrañaba a mi madre y no sabía si vivir en ese pueblo me hizo peor persona a pesar que Ángel decía lo contrario. Quizá, en el fondo, sabía que volvería a la ciudad y él, que pertenecía tanto a ese pueblo como el samán que estaba en el medio de la plaza en vez de la estatua de Bolívar, jamás se iría de allí.

Mi amigo tenía una manera particular de vivir, no tenía una visión del futuro como la tenía yo. No quería casarse, ni hijos. Tampoco quería estudiar en alguna universidad: ‘Para qué si tengo todos los libros que quiero en mi casa, y si no los consigo acá me los trae usados Don Fito, que me los cambia por muñecas de trapo. El título no me servirá de nada, yo me moriré en este pueblo’. Qué hubiera pasado si le digo ‘vente conmigo, allí viviremos juntos’. Me hubiera matado de un solo golpe si me dice que no. Por eso cometí ese pecado.
Me Fui del pueblo a los veinte años. Ahora que tengo 25, que soy abogado, creo que mi mundo no es este, el de las leyes. Temo buscarlo… no supe nada de él desde que me vine. ¿A quién le habrá entregado su alma, quién sería esa mujer que compartía su cama y sus locuras…?”
Hablando de locuras… Adriana me contó que cuando salió de mi consultorio ese día que grabé su historia, se fue al juzgado con suma urgencia pues tenía un nuevo caso. Ella trabajaba en la Defensoría del Ciudadano y le tocó defender a un hombre que había destruido su casa e incendiado la iglesia de su pueblo. Era Ángel, quien había caído en un estado de depresión y desde hace cinco años no salía de su casa. Los testigos decían que había incendiado la iglesia pues por culpa de ella y los que iban a ella, su mejor amiga y amor Adriana se había ido dejándolo solo. Adriana, mi amiga y paciente, hizo todo lo posible para que lo absolvieran de sus cargos, alegando que su estado de demencia le había hecho cometer tales atropellos. “Mi corazón estalló cuando lo vi. Me abrazó con la misma fuerza cuando nos despedimos hace 5 años. No lloró, más yo si lo hice, le dije ‘Vamos a salir de esto, tranquilízate’ No pude ser más afectiva, lo defendí con la promesa de que al salir triunfante nos iríamos lejos… yo renunciaría al juzgado y él me acompañaría… sabía que no estaba loco, y si lo estaba, su cura estaba ahora frente a él"

1 comentario:

Anónimo dijo...

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